jueves, 18 de abril de 2013

Los libros son continentes.


Calle Corrientes de Buenos Aires.
Los libros son silencios, ausencias... 

El tiempo no se detiene cuando nos imbuimos; se destila en miríadas palabras, que mientras  nos acercan al humano, nos alejan del mundo.
En la página que ante nosotros brota, nos aferramos al horizonte de la oscura línea que se transforma en sílabas, en la misma medida en la que nos hundimos en un pozo de tinta seca.
Son la voz universal, la voz del humano, Lo bello, Lo cierto, El silencio, Lo trágico, Lo ficticio, incluso Lo cómico. Son el silencio del mundo, y la consecuencia del ruido que supone estar vivo.
El engranaje del sustantivo buscando un verbo que desee conjugarse (seguramente hacen el mayor estrépito de la industria verbal).  Sí, los verbos sólo se flexionan ante el sentir. Por eso los libros son el verbo idealizado de la humanidad.
Librería Ateneo de Buenos Aires.

Los libros son continentes. 
In-medibles extensiones de letras que no ceden a la mar del tiempo. 
Innumerables extensiones de letras abrazando cuerpos, sobrepasando las edades del descenso humano, incluso la metamorfosis contínua del ser.

El Gran Splendid de Buenos Aires.

Los libros son el resultado de la humanidad. 

La muestra tangible de la existencia del hombre. Son en sí mismos y para otros. Navegan sin sumergirse en la ola de las horas, en la tormenta de los siglos. Son la consecuencia de los que callan, de los cuerpos que se ocultan, se abstraen. Son la muestra del anhelo del hombre, cual astro celeste, por permanecer.
Los libros no pertenecen, por ello no se plegan a la aceras.
Los libros no vienen a salvar al hombre, por ello nunca serán beatificados. Son la metáfora más sublime de la muerte. Y porque están vivos, tienen rostros y palpitan, cual ciudades.


Sostienen por días los pesares del lector, y por siglos las resignaciones de la humanidad.
Se cierran, callan y en la mansedumbre de los días, inconformes, esperan por otras manos con nuevas formas de rozar su piel. 

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